“Señor mío –le reclamó la mujer–,
¿acaso yo le pedí a usted un hijo? ¿No le rogué que no me engañara?”. 2 Reyes
4:28.
No son tanto tus palabras, sino
tus acciones las que señalarán quién eres. No conocemos ningún sermón de la
mujer sunamita, pero ella recibió a Eliseo en su casa y convenció a su marido
para que construyera una pieza en la azotea de su propia casa, porque “este es
un hombre de Dios” (2 Rey. 4:9).
El trato que esta mujer le
dispensa a Eliseo generará un espíritu agradecido en el profeta, quien le
prometerá un hijo. La reacción de la sunamita es muy parecida a la de Sara, la
esposa de Abraham. Basándose en su punto de vista humano, finito e incrédulo,
entiende que está siendo engañada con una promesa que nunca se podrá cumplir.
Por difícil que te sea creer en una promesa divina, recuerda que Dios no miente
ni se equivoca: si él lo dijo, él lo cumplirá. Confiar en esa Palabra es la
base de la religión.
Quizás el mayor problema es que
no estamos acostumbrados a escuchar la voz de Dios, por eso no sabemos
–exactamente– en qué ni en quién confiar; nos mareamos entre tantas voces, nos
perdemos en el laberinto de ruidos que nos llevan, como marionetas, de un lado
al otro, haciéndonos perder el rumbo hacia nuestro hogar.
Al año siguiente, cuando Eliseo
detiene su viaje para disfrutar de estos momentos de paz, tranquilidad y
comodidad que la familia de la mujer sunamita le ofrece, el niño prometido ya
está en brazos de la madre. Es el mundo perfecto. Eliseo con su pieza y su
palabra profética confirmada; la mujer con su hijo; la familia –ahora completa
con el muchachito– con campos fértiles y una situación económica confortable.
El enemigo de Dios no respeta tus
momentos para atacarte. Él te hiere donde más duele, en aquel aspecto de tu
vida del que sabe que más te costará recuperarte. Donde tú viste la mano de
Dios actuando, él intentará interferir. Te lastima y te hace dudar. Destroza
tus sueños y tu futuro. Te llena de incertidumbres y desconfianzas. Tu cabeza
comienza a rodar a mil kilómetros por segundo, preguntándote “¿Por qué?”.
Aprende con la mujer sunamita a
buscar las respuestas a los pies de Aquel que es el único que tiene las
verdaderas respuestas, las finales, las eternas.
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