miércoles, 3 de septiembre de 2014

Miércoles 3 de septiembre – Los leprosos

Ese día, cuatro hombres que padecían de lepra se hallaban a la entrada de la ciudad. “¿Qué ganamos con quedarnos aquí sentados, esperando la muerte? –se dijeron unos a otros–. No ganamos nada con entrar en la ciudad. Allí nos moriremos de hambre con todos los demás, pero si nos quedamos aquí, nos sucederá lo mismo. Vayamos, pues, al campamento de los sirios, para rendirnos. Si nos perdonan la vida, viviremos; y si nos matan, de todos modos moriremos”. 2 Reyes 7:3, 4.

Perdido por perdido, tomamos la decisión más inconsciente que podemos imaginar. Perdido por perdido, nos metemos en la “boca del lobo” sin pensar en las consecuencias. Los leprosos fueron a buscar la muerte. Por ser israelitas y por estar enfermos de la incurable lepra, los sirios los matarían. Perdido por perdido… ¡me arriesgo!
¿Sabes? Dios tiene una visión diferente de las situaciones, incluso de aquellas en las que tú mismo te ves sin salida, sin posibilidades, sin opciones. Cuando tú crees que el callejón te deja sin ruta de escape, solo debes mirar hacia el lugar correcto y verás una mano en tu ayuda.
Comúnmente, cuando somos tentados, miramos hacia el lugar equivocado. Miramos la tentación. No: la idea es que miremos hacia arriba, a lo alto, al Cielo. De allí llegará nuestra mano amiga que nos quiere ayudar. Ahí está el segundo problema que repetimos en nuestra caminata cristiana: queremos solucionar nosotros mismos nuestro problema, con nuestras fuerzas, con nuestras estrategias.
Los leprosos van a ver si consiguen alguna ayuda, y encuentran bendiciones superabundantes. Luego, no consiguen mantenerse con la boca cerrada: necesitan contárselo a alguien. ¿Entiendes que, en la historia de la humanidad, tú eres un leproso que tienes la mejor noticia que el mundo necesita escuchar? ¿Eres capaz de quedarte callado? ¿Consigues disfrutar de las bendiciones sin compartirlas con nadie? Es demasiado egoísmo. Es demasiada irresponsabilidad.
Los leprosos gritan las buenas nuevas que llegan hasta los oídos del rey; quien tiene miedo, porque no cree en el milagro que le acaban de contar.

No sabemos cómo termina la historia de estos cuatro leprosos; la Biblia no dice nada. Creo que no fueron sanados de su enfermedad. De todos modos, aunque podamos sufrir un final “normal” acorde con nuestra condición pecaminosa, nuestra responsabilidad es hablar, en alta voz, aunque sea medianoche, para avisar a los otros todo lo que tenemos a disposición por el poder divino.

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