El ayudante personal del rey
replicó: “¡No me digas! Aun si el Señor abriera las ventanas del cielo, ¡no
podría suceder tal cosa!”. “Pues lo verás con tus propios ojos –le advirtió
Eliseo–, pero no llegarás a comerlo”. 2 Reyes 7:2.
En un versículo está contada toda
una historia. Historia que se repite a través de los tiempos y llega hasta
nuestros días. Es la historia de la Palabra de Dios, dicha con la seriedad que
la verdad absoluta merece, y contestada desde la falta de fe.
El rey va hasta Eliseo no para
pedirle un consejo o una intervención en el ámbito de lo espiritual, sino para
matarlo. En un diálogo extraño, breve y realizado con la puerta cerrada
separándolos, el mensajero del rey escucha al mensajero de Dios profetizar la
finalización del conflicto. No explica cómo va a ocurrir, solo marca las
consecuencias de ese milagro. La noticia que el ayudante personal del rey
escucha es la mejor que podría soñar; pero los ojos humanos no permiten ver más
allá y no consigue creer.
A nosotros nos sucede lo mismo.
Tenemos las mejores noticias, pero no conseguimos creer en ellas porque no
conseguimos ver más allá. Tener la información correcta y verdadera no modifica
mi visión (corta y equivocada) sobre los acontecimientos. Sigo preocupado por
lo que veo, por lo que entiendo, por lo que consigo percibir.
El ayudante del rey veía al
ejército sirio que continuaba, como todo el tiempo anterior, acampado alrededor
de la ciudad. Él continuaba viendo las mismas carpas, con los mismos soldados,
con el mismo poderío militar. ¿Cómo aceptar y confiar en la palabra de Eliseo,
si mis ojos no perciben ningún cambio?
Mi bisabuelo, mi abuelo y mi
padre murieron con esta esperanza: que la segunda venida de Jesús se produciría
cuando ellos estuvieran vivos. Ya pasaron muchos años desde la última
despedida, y el universo continúa igual. Las carpas del enemigo de Dios
continúan en el mismo lugar.
El enemigo expone ante mis ojos
el mismo poder de siempre, por lo que yo sigo sintiendo un miedo igual al de
ayer.
Recuerda: la cuestión no es lo
que tú ves con tus ojos humanos, sino lo que la Palabra de Dios dice clara,
terminante y definitivamente. La promesa que nace en la boca de Dios no falla.
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