Y Jeroboam le dijo a su esposa: “Disfrázate para
que nadie se dé cuenta de que eres mi esposa. Luego vete a Silo, donde está
Ahías, el profeta que me anunció que yo sería rey de este pueblo”. 1 Reyes 14:2.
No tiene ningún sentido disfrazarte para ir a la
presencia de Dios, porque él te conoce de todos modos. La esposa de Jeroboam
fue saludada por su nombre cuando golpeó la puerta de la casa del ciego profeta
Ahías, por más que la idea era que nadie se diera cuenta.
Todo el esfuerzo del rey era para engañar a un
anciano ciego. No tiene sentido que se realizara toda esa producción para
intentar mentir a una persona que no ve. El problema es que el Dios que todo lo
ve le da la visión que necesita tener.
En nuestra vida religiosa, muchas veces nos
queremos esconder de Dios; presentarnos ante su santa presencia disfrazados. A
veces de santos, a veces de dirigentes de iglesia, a veces de misioneros, a
veces de predicadores.
Dios sabe los lugares que visitas, los horarios que
ocupas y los libros que lees cuando no estás “disfrazado”. Dios sabe
perfectamente qué vocabulario usas cuando no estás detrás del púlpito, conoce
el tipo de vocabulario que usas en la cancha, en Internet, con tus amigos… Dios
te conoce. Sabe quién tú eres. Conoce tu nombre y tus secretos más íntimos.
La esposa del rey fue hasta Silo para escuchar qué
iba a suceder con su hijo, que estaba enfermo. Obviamente que, como buena
madre, debió de haber caminado con el corazón oprimido, pero con la esperanza
de que el profeta le diera alguna buena noticia. Lo que no consigo imaginarme
es cómo le preguntaría por su hijo sin presentarse como la madre… ¿Pensaba
mentirle? Si lo pensó, no fue necesario, porque Dios siempre está varios pasos
al frente.
La esposa de Jeroboam sabía que estaba disfrazada.
Tú también. No pierdas más tiempo. Decide qué quieres para tu vida. Las
opciones –tú sabes– son dos, nada más: perdición eterna, con tu lindo disfraz,
o salvación por la gracia de Cristo.
Recuerda que no podrás entrar en el cielo
disfrazado.
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