lunes, 21 de julio de 2014

Lunes 21 de julio – El pueblo

Al final, Salomón despidió al pueblo, y ellos bendijeron al rey y regresaron a sus casas, contentos y llenos de alegría por todo el bien que el Señor había hecho en favor de su siervo David y de su pueblo Israel. 1 Reyes 8:66.

La fiesta de dedicación del Templo de Salomón duró catorce días. Estrictamente, fueron dos semanas de cultos, adoración y dedicación; de muebles, edificios y vidas.

En ese proceso, el Arca del Pacto (Alianza) fue trasladada desde la ciudad de David hasta el Lugar Santísimo del nuevo templo. El rey bendijo al pueblo, oró al Cielo pidiendo las bendiciones que el Señor había prometido cuando todavía estaban en el desierto, pactando con él por si el pueblo pecaba y se arrepentía; y, además, intercediendo por los extranjeros que se podrían acercar hasta este lugar sagrado para adorar.

Finalmente, Salomón sacrifica 22 mil bueyes y 120 mil ovejas, como ofrenda de gratitud y adoración. ¿En qué momento de la celebración te hubieras ido a tu casa para jugar videojuegos? ¿En qué momento hubieras tomado tu celular para enviar mensajes de texto a algún amigo? ¿Cuántas veces te hubieras levantado para “ir al baño”, con la esperanza de poder quedarte afuera, conversando?

Quizás estés pensando que en una ceremonia así, con tanta grandiosidad, no te aburrirías como (tal vez) te aburres en los cultos “normales” de tu iglesia. Pero tengo una noticia: el mismo Dios que inundó con su presencia el grandioso Templo de Salomón es quien es invocado para que esté presente en el lugar donde te reúnes cada sábado.

Si el espectáculo te cautiva y no eres capaz de descubrir a Dios en la serenidad de un sábado, creo que sería bueno que volvieras a pensar en los valores y los principios que te llevan a asistir a la iglesia.

Cuando aquella celebración terminó, el pueblo volvió a sus casas lleno de alegría. ¡Qué experiencia inigualable nos invade cuando participamos de un culto en el que sentimos la presencia de Dios!


Si agradeciéramos al Cielo cada bendición recibida, no tendríamos tiempo para quejarnos. Si buscáramos la presencia de Dios en cada momento del culto, no tendríamos tiempo para mirar las (pobres o ricas) paredes que nos rodean. La adoración no es cuestión de espacio, sino de corazón.

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