En efecto, cuando Salomón llegó a viejo, sus
mujeres le pervirtieron el corazón de modo que él siguió a otros dioses, y no
siempre fue fiel al Señor su Dios como lo había sido su padre David. 1 Reyes
11:4.
Comúnmente, hablamos de la cantidad de mujeres que
Salomón tuvo. Las ya famosas setecientas esposas y trescientas concubinas
llaman la atención por la cantidad. Pero la verdadera cuestión de fondo es la
calidad de adoración que el rey perdió por culpa de ellas.
Es interesante notar que la primera mujer que tomó
como esposa era una egipcia, hija del faraón. Tomando como base la cultura, no
la Palabra de Dios, leemos el pasaje y pensamos en las relaciones comerciales,
militares, políticas y culturales a las cuales ese casamiento –seguramente
arreglado– podría haber ayudado.
Nos olvidamos de pensar, quizá porque es una sola,
en las consecuencias espirituales de la decisión del monarca. La Biblia es
explícita, al decir que todas estas mujeres pervirtieron el corazón al rey.
Las consecuencias fueron trágicas. Desde el punto
de vista de la monarquía, Dios le informó que su reino sería dividido. Desde el
punto de vista religioso, el sabio rey Salomón mostró su faceta más necia:
“Salomón siguió a Astarté, diosa de los sidonios, y a Moloc, el detestable dios
de los amonitas. Así que Salomón hizo lo que ofende al Señor y no permaneció
fiel a él como su padre David [...]” (1 Rey. 11:5, 6).
Espiritualmente hablando, agradar a quien está del
lado del enemigo es el primer movimiento para que uno mismo termine agradando
al enemigo. Hay lugares, hay situaciones, hay momentos en los que tus
principios tienen que hablar más fuerte que tu amistad. Salomón no los escuchó,
y terminó pecando, yendo detrás de otros dioses, para agradar a alguna de sus
mujeres.
Quizá, cuando se casó con la hija del faraón pensó
en todas las ventajas terrenas que tendría con la alianza que estaba sellando.
Se olvidó de pensar en todas las desventajas eternas a las que estaba abriendo
la puerta con esa decisión.
El primer paso en la dirección equivocada es tan
determinante como el último, que nos hace caer en el precipicio.
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