-¿Y está bien el joven Absalón?
-preguntó el rey. Ajimaz respondió: -En el momento en que tu siervo Joab me
enviaba, vi que se armó un gran alboroto, pero no pude saber lo que pasaba. 2
Samuel 18:29.
Un sábado, salimos de nuestra
iglesia para disfrutar y celebrar el día del Señor con los hermanos de una
pequeña congregación de una ciudad vecina. Cada familia viajaba en su auto.
Cuando faltaban unos veinte kilómetros para llegar a nuestro destino, uno de
los hermanos de mi iglesia me pasó en su auto a tal velocidad que me pareció
que yo estaba parado en la carretera.
Unos minutos después, estábamos
entrando en la ciudad que era nuestro destino. Para nuestra sorpresa, el auto
de mi veloz amigo estaba parado; él no sabía dónde quedaba la iglesia a la que
estábamos yendo. Le hice juego de luces y lo guiamos hasta su destino. ¿Para
qué correr, si no sabemos a dónde vamos? ¿Para qué correr, si no sabemos qué
tenemos que hacer?
Ajimaz pidió, casi imploró,
correr. Tres veces le suplicó a Joab que lo dejara correr. Finalmente, el
general se lo permitió, y lo hizo tan bien que superó al primer mensajero que
había salido del campo de batalla. El problema es que no tenía ningún mensaje
para entregar. En realidad, Ajimaz corrió, pero no se animó a dar la noticia
que lo había hecho correr. Prefirió “mirar para otro lado”, hablar de otra
cosa. Por eso, David lo deja de lado, esperando que llegue alguien que le
dijera algo importante, que le dé una información definitiva.
En nuestra vida espiritual, a
veces nos comportamos como Ajimaz. Salimos, corremos, nos mostramos, somos
reconocidos, demostramos nuestras capacidades velocistas, pero no decimos lo
que tenemos que decir. Cuando llega el momento central de la experiencia, el
verdadero motivo por el cual corrimos, cambiamos de tema, nos escondemos detrás
de palabrerías vacías.
Como mensajeros, debemos correr
para informar; de otro modo, es mejor no correr. Si corremos y no informamos,
somos un fiasco, un fraude, una mentira.
No estamos aquí para correr.
Estamos en esta tierra para informar, para dar la gran noticia. Hay un mundo
que espera, ávido por nuestro testimonio. No podemos generar una expectativa
que después no nos animemos a cumplir.
El mundo no merece nuestro
silencio, nuestro balbuceo imposible de descifrar.
Debemos correr, pero más
importante, ¡debemos dar la noticia!
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