Éstas son las palabras de Amós, pastor de Tecoa. Es la
visión que recibió acerca de Israel dos años antes del terremoto, cuando Uzías
era rey de Judá, y Jeroboán hijo de Joás era rey de Israel. Amós 1:1.
De Amós sabemos que era un pastor y recolector de higos
silvestres (Amós 1:1; 7:14). Es decir, nada especial. Era un campesino sin
fortuna y sin educación. Él es otra confirmación de que Dios no está interesado
en currículos, sino en corazones. Podrás tener un doctorado, pero si no tienes
el espíritu correcto, no eres un instrumento útil en las manos del Señor.
Amós profetiza a gente que pensaba que por ser el pueblo de
Dios, desde Abraham, estaban protegidos contra todo tipo de males, que
confiaban en que nada malo les sucedería porque ellos habían recibido la
promesa del amparo divino. De lo que el pueblo no se había dado cuenta, es que
ellos habían dado la espalda a las promesas de Dios y al Dios de las promesas.
Ya no tenían nada que reclamar ni pedir, pero en su ceguera continuaban
confiando en un pacto que ellos mismos habían roto.
Muchas veces pienso que somos, también en este aspecto,
iguales al antiguo pueblo de Israel. Nos dedicamos a desobedecer las órdenes
divinas, dejamos de lado los consejos de Cristo, abandonamos los caminos que el
Cielo nos trazó, rompemos sin un mínimo peso en la conciencia el pacto que
hicimos con Jesús y, a pesar de todo, queremos que él nos proteja. Roza lo
absurdo.
Pero, si miras con atención, te verás a ti mismo pintado en
ese cuadro.
Amós comienza hablando del juicio que Dios realizará a las
naciones vecinas.
Menciona a varias, todas enemigas de Israel. Cuando el
juicio es para los otros, quedamos felices; nos parece justo y perfecto que
Dios actúe de esa manera. El problema está en que Amós también habla -y es el
centro de su libro- de Israel. Porque el juicio de Dios será absoluto y
perfecto no solo para los enemigos de su Palabra, sino también para aquellos
que nos llamábamos sus hijos.
Recuerda que Dios te va a juzgar no por lo que tú creas de
ti mismo, sino por lo que él sabe que tú eres. No hay forma de esconderte ni de
compararte con otro que sea “peor” que tú. Aceptar a Cristo como tu sustituto
es tu única opción.
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