“Pasado ese tiempo yo, Nabucodonosor, elevé los ojos al
cielo, y recobré el juicio. Entonces alabé al Altísimo; honré y glorifiqué al
que vive para siempre: Su dominio es eterno; su reino permanece para siempre”.
Daniel 4:34.
Es un personaje interesante, profundamente humano y muy
parecido a cada uno de nosotros. Para llegar a la declaración de adoración del
versículo que estamos usando como base para nuestros comentarios de hoy,
Nabucodonosor tuvo que pasar, como el hijo pródigo de la parábola de Jesús, por
una serie de momentos en su vida que lo fueron marcando en su relación con el
Padre.
Cuando Daniel le interpreta el primer sueño, el de la
estatua (en el capítulo 2 de su libro), Nabucodonosor entiende que ese joven
esclavo hebreo tiene un Dios increíble, soberano y poderoso; pero que no tiene
nada que ver con él. Su vida palaciega era suficiente, y no necesitaba de nada
ni de nadie, por más increíble, soberano y poderoso que fuese. De la misma
manera, el hijo pródigo pensaba que con el dinero que recibiría como herencia
era suficiente para él, que el padre era innecesario.
Cuando Nabucodonosor se enfrenta a los amigos de Daniel y
los hace echar en el horno de fuego, él ve al Hijo de Dios cuidando,
protegiendo y acompañando a los muchachos que lo honraron.
Cuando los jóvenes hebreos salen del horno sin ni siquiera
tener olor a humo, el rey los reconoce como siervos del Dios altísimo, alaba al
Dios de los muchachos y reconoce que no hay otro Dios que pueda salvar como él.
Actúa como el hijo pródigo, que busca algún trabajo para saciar el hambre que
siente, que busca respuestas donde sabe que no las encontrará.
Nabucodonosor y el hijo pródigo llegan al fondo del pozo.
Los dos quedan locos, se comportan como animales, se arrastran por el lodo
–literal y simbólico– y pierden su dignidad. Es el final del viaje que nos
aleja de Dios. Es la parada final de un tren al que vamos dándole combustible
con cada decisión equivocada que tomamos.
Pasado algún tiempo, ese periodo ridículo en que parece que
todos tenemos que sufrir para entender quién es Dios y qué es lo que nos
ofrece, Nabucodonosor recobra el juicio, después de que eleva los ojos al
cielo.
Ese es el ejercicio que debemos realizar hoy. Esa es la
fórmula de la victoria.
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