Por eso mandó traer a una mujer muy astuta, la cual vivía en Tecoa, y le dijo: “Quiero que te vistas de luto, y que no te eches perfume, sino que finjas estar de duelo, como si llevaras mucho tiempo llorando la muerte de alguien”. 2 Samuel 14:2.
Joab estaba preocupado con David. Lo veía triste por la ausencia de Absalón, y quiere hacer algo para ayudar (al mismo tiempo, intenta limpiar un I poco su imagen delante del rey, después de haber asesinado a Abner).
La idea es buscar una mujer astuta para que le cuente una historia al rey que le haga perdonar a Absalón por el asesinato de Amnón.
El plan va dando resultado. David escucha, y promete a la mujer que se encargará del asunto. Luego de un breve diálogo, la mujer deja de lado su historia inventada y va directamente al centro del asunto: el regreso de Absalón.
Cuando este punto queda claro, para David es fácil descubrir que la mujer de Tecoa estaba, meramente, repitiendo un verso que había aprendido.
Muchas veces, en nuestra vida religiosa, nos comportamos igual que la mujer. Repetimos alguna cosa aprendida, un par de frases de efecto que nos hicieron memorizar en algún momento de nuestra vida; pero apenas nos hacen un par de preguntas más personales, quedamos expuestos ante los ojos del otro. Todos se dan cuenta de que nuestra historia, nuestra religión, nuestra confesión, nuestra predicación, son una mentira. Cuando el libreto se hace evidente; paralelamente, todo lo que dijimos pierde su valor. Así, todas nuestras palabras quedan envueltas en un manto de dudas.
Cuando queremos predicar de Cristo con las palabras de otro, la farsa se descubre. Nuestro testimonio “de mentirte” no consigue embaucar a las personas.
Como dice el apóstol Pablo: “No se engañen: de Dios nadie se burla” (Gál. 6:7).
Nuestra representación religiosa tiene algunos límites.
El primero: la prueba. Nadie se mantiene fiel a una ficción cuando la dificultad golpea la puerta de su vida. Los actores religiosos no llegaron al Coliseo para ser despedazados por las fieras.
El segundo: la sabiduría de Dios. Nadie conseguirá engañar al Omnisapiente.
Los actores religiosos no llegarán al cielo
La idea es buscar una mujer astuta para que le cuente una historia al rey que le haga perdonar a Absalón por el asesinato de Amnón.
El plan va dando resultado. David escucha, y promete a la mujer que se encargará del asunto. Luego de un breve diálogo, la mujer deja de lado su historia inventada y va directamente al centro del asunto: el regreso de Absalón.
Cuando este punto queda claro, para David es fácil descubrir que la mujer de Tecoa estaba, meramente, repitiendo un verso que había aprendido.
Muchas veces, en nuestra vida religiosa, nos comportamos igual que la mujer. Repetimos alguna cosa aprendida, un par de frases de efecto que nos hicieron memorizar en algún momento de nuestra vida; pero apenas nos hacen un par de preguntas más personales, quedamos expuestos ante los ojos del otro. Todos se dan cuenta de que nuestra historia, nuestra religión, nuestra confesión, nuestra predicación, son una mentira. Cuando el libreto se hace evidente; paralelamente, todo lo que dijimos pierde su valor. Así, todas nuestras palabras quedan envueltas en un manto de dudas.
Cuando queremos predicar de Cristo con las palabras de otro, la farsa se descubre. Nuestro testimonio “de mentirte” no consigue embaucar a las personas.
Como dice el apóstol Pablo: “No se engañen: de Dios nadie se burla” (Gál. 6:7).
Nuestra representación religiosa tiene algunos límites.
El primero: la prueba. Nadie se mantiene fiel a una ficción cuando la dificultad golpea la puerta de su vida. Los actores religiosos no llegaron al Coliseo para ser despedazados por las fieras.
El segundo: la sabiduría de Dios. Nadie conseguirá engañar al Omnisapiente.
Los actores religiosos no llegarán al cielo
muy bueno
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