Allí la gente no quiso recibirlo
porque se dirigía a Jerusalén. Cuando los discípulos Jacobo y Juan vieron esto,
le preguntaron: “Señor, ¿quieres que hagamos caer fuego del cielo para que los
destruya?”. Lucas 9:53, 54.
Primero vamos a dejar en claro de
quién hablamos. Este apóstol era el hermano mayor de Juan, también conocido
como Jacobo. Era uno de los tres que estuvieron junto con Jesús en la
transfiguración y en la resurrección de la hija de Jairo.
No te confundas con Santiago, el
hermano de Jesús, autor de la carta universal que encontramos en el Nuevo
Testamento. Nuestro personaje de hoy fue el primer discípulo que murió como
mártir, por amor a Cristo. Según cuenta el libro de Hechos en el capítulo 12,
Herodes Agripa, rey de Judea, nieto de Herodes el Grande, lo manda decapitar
para comenzar su gobierno congraciándose con los judíos, que unos diez años
antes habían apedreado a Esteban.
En el momento de la historia que
el texto narra, Jesús está comenzando a caminar hacia Jerusalén, en su último
viaje. Pocos días antes, el Maestro les había dado toda autoridad para sanar
enfermos y expulsar demonios. Cuando regresan de este viaje misionero quieren
contarle con detalles la experiencia a Jesús. Pero no consiguen hacerlo, porque
una multitud los encuentra, los rodea y se queda escuchando al Maestro durante
todo el día. Siguiendo el relato de Lucas, ese grupo humano fue alimentado por
Cristo con cinco panes y dos peces.
En esa etapa del camino de
Cristo, Pedro lo confiesa como el Hijo de Dios, ocurre la transfiguración, y al
bajar del monte Jesús sana al muchacho endemoniado, que los nueve discípulos no
pudieron sanar. Fiesta. Milagros. Demostración de poder. Espiritualidad. Pero
Santiago es humano… y discute con los otros discípulos quién iba a ser el mayor
en el futuro Reino de Jesús.
Con ese espíritu, tan lejano al
de Cristo, el grupo pasa por Samaria y los pobladores del lugar no los reciben,
porque iban en dirección a Jerusalén. Santiago y Juan quieren destruir, con
fuego santo, aquella ciudad.
Fuego santo para uso particular y
para una venganza personal. La locura del pecado nos hace pedir permiso a Dios
para acciones tan alejadas de su carácter como la tierra está lejos del cielo;
nos lleva a orar pidiendo que él bendiga aquello que ya rechazó desde la fundación
del mundo.
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